sábado, 7 de octubre de 2017

Lágrimas de Nandiaré

“Esta historia me la contó mi madre, según dice que era necesario y vaya que lo fue”

La esplendorosa laguna de Yarinacocha, tiene en su haber muchas historias, desde criaturas gigantescas hasta la misma lamparilla transitando por la ribera en su poca caudalosa corriente. Entre ellas destaca la historia de Nandiaré, una simpática joven del pueblo Shipibo-Conibo, que vivía en tierras no tan lejanas a la ciudad de Pucallpa, porque como sabemos, este gran espacio pertenecía enteramente al pueblo Shipibo y donde actualmente se ubica la laguna era solo bosque virgen con abundante vegetación. Aquí llegaron misioneros, caucheros y demás, con el único afán de explotar la shiringa, árbol que en ese entonces fue muy cotizado por su resina.
Nandiaré, como todos los días en la comunidad, ayudaba a su madre con los quehaceres de casa, limpiando, cocinando, cuidando a los niños, etc. Era muy común que mientras los hombres de la comunidad se iban al monte por reservas, las mujeres atendían el hogar. Ese era el día a día de la joven shipiba, hasta que apareció por la aldea un joven buen mozo, de gran tamaño y piel sin pigmento, ¿quién era? preguntaban todos y él asimismo decía asustado ¿dónde estoy?, había llegado por casualidad a la comunidad, quien sabe de qué manera o porque fue a dar a parar ahí, era una incógnita, lo único que importaba en ese momento era saber quién era. Nandiaré se acercó al visitante, intento hablar con él, pero no la entendía, su hablar era distinto, pero ese no fue un problema, aquel comenzó a dirigirse a ella mediante señas, a lo que sí pudo entenderlo. Le explicó quién era, de donde era y porque estaba ahí, todos en la comunidad estaban asustados, por el aspecto del general Diófanes, ese era el nombre del visitante, según se pudo entender. La señorita invitó a Diófanes a quedarse en su casa mientras sus compañeros lo encontraran. Pasó el tiempo, quizá tres meses desde la llegada del blanco visitante, había enseñado el español a la comunidad y Nandiaré se había encariñado con él, hasta parecía estar enamorada, caminaban juntos, se iban a la quebrada, pescaban para la cena, casi todo lo hacían juntos, se podía notaba el brillar de los ojos de una mujer enamorada. Poco después Diófanes, muy temprano, antes de que las aves trinen, tomó sus pocas cosas y decidió partir, Nandiaré, se percató de la presencia en movimiento y preguntó:
-          ¿A dónde vas?
-          Es hora de partir, tengo una familia y un trabajo que cumplir, me gustó mucho poder conocerte, Adiós – respondió el visitante.  
Nandiaré, solo escuchó y soltó lágrimas de amor, lloró y lloró, sin cesar, sin cansancio, desconsoladamente,  lloró tanto que según dicen sus lágrimas formaron la laguna de Yarinacocha.
Cuentan que aún se escucha el llanto de Nandiaré en las orillas, algunos dicen que la vieron, lo único que puedo decir, es que no hay amor más puro que el que no conoce malicia.             

Recopilación de las historias de mi madre. 

martes, 3 de octubre de 2017

HUQ APU PAYPA UKUMPE KACHKAN:

El destino de un danzak según el cuento
La agonía de Rasu-Ñiti de José María Arguedas


por Paolo Licinio Arroyo Flores


“¡Cóndor necesita paloma!
¡Paloma, pues, necesita cóndor!
¡Dansak’ no muere!”


La sierra y sus costumbres encierran cientos de historias, algunas capaces de hacer volar la imaginación. Diversos mitos y leyendas cuentan sobre la relación de los espíritus con los seres humanos. En este breve ensayo procuraré, a partir de la lectura interpretativa del cuento La agonía de Rasu-Ñiti, escrito por José María Arguedas, identificar la relación que establecen los espíritus de las montañas, conocidos como Wamani, con los danzantes de tijeras. A pesar de que se trata de una obra de ficción, la compenetración de Arguedas con la poética de los mundos andinos y su labor como antropólogo, hacen pensar que su relato está basado en un profundo conocimiento acerca de la espiritualidad de estos danzantes del mundo andino.
La Danza de las Tijeras es un arte ancestral propio de algunas regiones de la sierra central del Perú, en el que se expresa la fuerza y agilidad de los bailarines o danzak.  Se trata de artistas que bailan con tijeras y se visten con un colorido ropaje. La agonía del Rasu-Ñiti cuenta acerca de un danzak que es elegido por un espíritu Wamani; este Wamani utiliza el cuerpo del danzante como instrumento para manifestarse entre los seres humanos. “Bueno. ¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho”. El espíritu de la montaña vive en el pecho del danzante; su voz habla en el corazón y se expresa a través de él. Es él Wamani quien otorga al danzante el don de bailar; de él viene la fuerza del danzante y su habilidad para realizar proezas extraordinarias. Tal espíritu es aceptado sin temores y sin problemas por el danzante. 
El danzante del relato de Arguedas lleva el nombre castellano de Pedro Huancayre; pero es conocido como el danzak Rasu-Ñiti. Era un bailarín de quien se comentaba mucho, por su gran capacidad en el arte de las tijeras; era el hombre más esperado en las fiestas de muchos pueblos, ya que llenaba de alegría a los comuneros con sus bailes. El relato empieza cuando el danzante presiente la cercanía de su muerte. “El corazón está listo. El mundo avisa, estoy oyendo la cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ Rasu-Ñiti”. Se nota aquí que el danzante tiene un vínculo esencial y estrecho con la naturaleza. Es el mundo el que le avisa que ya llegó el momento de morir; el danzante parece oír el rumor de la cascada en su interior y sabe que ha llegado su hora. El danzante, sumido en el tiempo cíclico de la naturaleza, sabe que la muerte es algo natural y no se opone a ella con lamentaciones. Por el contrario, la acepta con decisión. La historia cuenta que empezó a tocar sus tijeras; y al oír ese sonido, “Los pájaros que se espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa, se sobresaltaron”. Se nota acá la íntima relación que establece el danzante con todos los seres vivos, como si pudiera comunicarse con ellos a través de sus tijeras.
Al escuchar el sonido de las tijeras, la hija duda: “Madre, ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la montaña?”. ¿Acaso la misma montaña puede extraer música desde sus entrañas? ¿No es la montaña la que mueve las manos del danzak? La madre sabe que es su esposo, Rasu-Ñinti, quien está tocando; y sabe que lo hace porque la muerte está cercana: “¡Esposo!, ¿te despides?”. Rasu-Ñiti sabe que llegará a buscarlo la chirinka, una mosca azul que anuncia la muerte, pero él y su familia no podrán “oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando”. El danzante quiere recibir a la muerte haciendo lo que ama hacer; y a través de la danza, conectarse con sus antepasados y con los espíritus de la naturaleza
El movimiento de las tijeras y el sonido que emerge de ellas no es mero fruto de la voluntad humana. Hay otras fuerzas que se manifiestan a través del danzante. Es el espíritu de la montaña quien se apodera del cuerpo y lo utiliza como herramienta de creación y expresión del arte ritual de la danza de tijeras. “Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve, como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del espíritu que protege al dansak’”. La fuerza de expresión que cada danzante tiene depende de dos cosas fundamentales: primero, proviene de los músicos que lo acompañan y otorgan el ánimo al bailarín; segundo y más importante, es el espíritu que está en el corazón del danzak, y es este quien otorga la fuerza, el poder y dominio. “Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su corazón”. En Rasu-Ñiti vive un espíritu Wamani que le da la fuerza y agilidad para ser un danzak inigualable.
El espíritu toma el ser de Pedro Huancayre y lo convierte en su instrumento. El Wamani otorga visiones, el poder de oír los más pequeños sonidos y escucharlo a lo lejos, le daba también las grandes habilidades para la danza. La relación establecida entre Rasu Ñiti y el Wamani es parte de su ascendencia. “Rasu-Ñiti era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora, le había enviado ya su espíritu: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba vibrando”. Para convertirse en un danzak protegido por los espíritus, el joven que quiere iniciarse debe ir hacia la montaña para pactarse con ella, para unirse con su espíritu y recibir su protección y su fuerza. Mediante este pacto, Rasu Ñiti se hizo hijo de la montaña con nieve eterna. Esta relación de filiación con el mundo espiritual tiene ciertas similitudes con narraciones de otras culturas, como con la mitología griega, en la que los dioses tenían este tipo de acercamiento con los semidioses, los cuales eran hijos suyos con seres humanos. El cóndor es el espíritu de la montaña que viene por Rasu-Ñiti, un ser con gran poderío y siempre portentoso.

La relación del danzak con el Wamani que nos presenta José María Arguedas en este cuento es cercana a la concepción de la inspiración que manifiesta Octavio Paz en su libro El Arco y la Lira. Según Paz, la inspiración era entendida por los antiguos griegos como una suerte de trance o estado de posesión en el que un “ser divino” o “demoniaco” hace al poeta cantar y decir cosas que él mismo no sabe de dónde provienen. “La voz del poeta es y no es suya”, dice Paz. “¿Cómo se llama? ¿Quién es ese que interrumpe mi discurso y me hace decir cosas que yo no pretendía decir? Algunos lo llaman demonio, musa, espíritu, genio”. El poeta, al igual que el danzante, se siente un instrumento de fuerzas que lo superan; y exalta esta relación como un afortunado. Solo él sabe hablar con ese ser y recibe su fuerza. Sabemos que Rasu-Ñiti, al pactarse con el espíritu de la montaña, se hizo hijo de un Wamani; el gran danzak vivió y aceptó la voluntad del espíritu de la montaña. De ella provenía su fuerza y esa fuerza ayudaba al pueblo para celebrar sus fiestas comunitarias, para conectarse con la memoria de sus ancestros y religarse con sus orígenes.