HUQ APU PAYPA
UKUMPE KACHKAN:
El destino de un danzak según el cuento
La agonía de
Rasu-Ñiti
de José María Arguedas
por Paolo Licinio Arroyo Flores
“¡Cóndor necesita
paloma!
¡Paloma, pues,
necesita cóndor!
¡Dansak’ no muere!”
La sierra y sus costumbres encierran
cientos de historias, algunas capaces de hacer volar la imaginación. Diversos
mitos y leyendas cuentan sobre la relación de los espíritus con los seres
humanos. En este breve ensayo procuraré, a partir de la lectura interpretativa
del cuento La agonía de Rasu-Ñiti,
escrito por José María Arguedas, identificar la relación que establecen los
espíritus de las montañas, conocidos como Wamani, con los danzantes de tijeras. A pesar de que se trata
de una obra de ficción, la compenetración de Arguedas con la poética de los
mundos andinos y su labor como antropólogo, hacen pensar que su relato está
basado en un profundo conocimiento acerca de la espiritualidad de estos
danzantes del mundo andino.
La
Danza de las Tijeras es un arte ancestral propio de algunas regiones de la
sierra central del Perú, en el que se expresa la fuerza y agilidad de los
bailarines o danzak. Se trata de
artistas que bailan con tijeras y se visten con un colorido ropaje. La agonía del Rasu-Ñiti cuenta
acerca de un danzak que es elegido por un espíritu Wamani; este
Wamani utiliza el cuerpo del danzante como instrumento para manifestarse entre
los seres humanos. “Bueno.
¡Wamani está hablando! —dijo él— Tú no puedes oír. Me habla directo al pecho”.
El espíritu de la montaña vive en el pecho del danzante; su voz habla en el
corazón y se expresa a través de él. Es él Wamani quien otorga
al danzante el don de bailar; de él viene la fuerza del danzante y su habilidad
para realizar proezas extraordinarias. Tal espíritu es aceptado sin temores y
sin problemas por el danzante.
El
danzante del relato de Arguedas lleva el nombre castellano de Pedro Huancayre;
pero es conocido como el danzak Rasu-Ñiti. Era un bailarín de quien se
comentaba mucho, por su gran capacidad en el arte de las tijeras; era el hombre
más esperado en las fiestas de muchos pueblos, ya que llenaba de alegría a los
comuneros con sus bailes. El relato empieza cuando el danzante presiente la
cercanía de su muerte. “El corazón está listo. El mundo avisa, estoy oyendo la
cascada de Saño. ¡Estoy listo! Dijo el dansak’ Rasu-Ñiti”. Se nota aquí que el
danzante tiene un vínculo esencial y estrecho con la naturaleza. Es el mundo el que le avisa que ya
llegó el momento de morir; el danzante parece oír el rumor de la cascada en su
interior y sabe que ha llegado su hora. El danzante, sumido en el tiempo
cíclico de la naturaleza, sabe que la muerte es algo natural y no se opone a
ella con lamentaciones. Por el contrario, la acepta con decisión. La historia
cuenta que empezó a tocar sus tijeras; y al oír ese sonido, “Los pájaros que se
espulgaban tranquilos sobre el árbol de molle, en el pequeño corral de la casa,
se sobresaltaron”. Se nota acá la íntima relación que establece el danzante con
todos los seres vivos, como si pudiera comunicarse con ellos a través de sus
tijeras.
Al escuchar el sonido de las tijeras,
la hija duda: “Madre, ¿has oído? ¿Es mi padre, o sale ese canto de dentro de la
montaña?”. ¿Acaso la misma montaña puede extraer música desde sus entrañas? ¿No
es la montaña la que mueve las manos del danzak? La madre sabe que es su
esposo, Rasu-Ñinti, quien está tocando; y sabe que lo hace porque la muerte
está cercana: “¡Esposo!, ¿te despides?”. Rasu-Ñiti sabe que llegará a buscarlo
la chirinka, una mosca azul que anuncia la muerte, pero él y su familia no
podrán “oírla aunque zumbe con toda su fuerza, porque voy a estar bailando”. El
danzante quiere recibir a la muerte haciendo lo que ama hacer; y a través de la
danza, conectarse con sus antepasados y con los espíritus de la naturaleza
El
movimiento de las tijeras y el sonido que emerge de ellas no es mero fruto de
la voluntad humana. Hay otras fuerzas que se manifiestan a través del danzante.
Es el espíritu de la montaña quien se apodera del cuerpo y lo utiliza como
herramienta de creación y expresión del arte ritual de la danza de tijeras.
“Cada bailarín puede producir en sus manos con ese instrumento una música leve,
como de agua pequeña, hasta fuego: depende del ritmo, de la orquesta y del
espíritu que protege al dansak’”. La fuerza de expresión que cada danzante
tiene depende de dos cosas fundamentales: primero, proviene de los músicos que
lo acompañan y otorgan el ánimo al bailarín; segundo y más importante, es el
espíritu que está en el corazón del danzak, y es este quien otorga la fuerza,
el poder y dominio. “Las proezas que realizan y el hervor de su sangre durante
las figuras de la danza dependen de quién está asentado en su cabeza y su
corazón”. En Rasu-Ñiti vive un espíritu Wamani que le da la fuerza y agilidad
para ser un danzak inigualable.
El
espíritu toma el ser de Pedro Huancayre y lo convierte en su instrumento. El
Wamani otorga visiones, el poder de oír los más pequeños sonidos y escucharlo a
lo lejos, le daba también las grandes habilidades para la danza. La relación
establecida entre Rasu Ñiti y el Wamani es parte de su ascendencia. “Rasu-Ñiti
era hijo de un Wamani grande, de una montaña con nieve eterna. Él, a esa hora,
le había enviado ya su espíritu: un cóndor gris cuya espalda blanca estaba
vibrando”. Para convertirse en un danzak protegido por los espíritus, el joven
que quiere iniciarse debe ir hacia la montaña para pactarse con ella, para
unirse con su espíritu y recibir su protección y su fuerza. Mediante este
pacto, Rasu Ñiti se hizo hijo de la montaña con nieve eterna. Esta relación de
filiación con el mundo espiritual tiene ciertas similitudes con narraciones de
otras culturas, como con la mitología griega, en la que los dioses tenían este
tipo de acercamiento con los semidioses, los cuales eran hijos suyos con seres
humanos. El cóndor es el espíritu de la montaña que viene por Rasu-Ñiti, un ser
con gran poderío y siempre portentoso.
La
relación del danzak con el Wamani que nos presenta José María Arguedas en este
cuento es cercana a la concepción de la inspiración que manifiesta Octavio Paz
en su libro El Arco y la Lira. Según
Paz, la inspiración era entendida por los antiguos griegos como una suerte de
trance o estado de posesión en el que un “ser divino” o “demoniaco” hace al poeta
cantar y decir cosas que él mismo no sabe de dónde provienen. “La voz del poeta
es y no es suya”, dice Paz. “¿Cómo se llama? ¿Quién es ese que interrumpe mi
discurso y me hace decir cosas que yo no pretendía decir? Algunos lo llaman
demonio, musa, espíritu, genio”. El poeta, al igual que el danzante, se siente
un instrumento de fuerzas que lo superan; y exalta esta relación como un
afortunado. Solo él sabe hablar con ese ser y recibe su fuerza. Sabemos que
Rasu-Ñiti, al pactarse con el espíritu de la montaña, se hizo hijo de un
Wamani; el gran danzak vivió y aceptó la voluntad del espíritu de la montaña.
De ella provenía su fuerza y esa fuerza ayudaba al pueblo para celebrar sus
fiestas comunitarias, para conectarse con la memoria de sus ancestros y religarse
con sus orígenes.
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